Después de la desganada The Meyerowitz Stories, Noah Baumbach ha echo una obra maestra sobre un divorcio que duele, porque es de verdad. Todo el mundo habla de esta película, y lo que nos queda. Voy a escribir poco de ella porque hace poco leí una crítica de Marc Servitje en el último Imágenes que lo explica a la perfección.
Roger Ebert, el primer crítico de cine premiado
con un Pulitzer, dijo en una ocasión: “Todos nacemos en una especie de paquete.
Somos quienes somos. Dónde nacimos, cómo nos criamos, cómo somos… en cierto
modo estamos atrapados dentro de esa persona. Y el propósito de la civilización
es tratar de llegar a tener empatía con otras personas. Y para mí las películas
son como una máquina de generar empatía. Te permiten aprender un poco más sobre
distintas esperanzas, aspiraciones, sueños y miedos. Nos permiten
identificarnos con las personas que comparten este viaje con nosotros”.
Hay
películas que consiguen este objetivo, otras no. Por lo general, los films que
nos llegan, que nos conmueven y emocionan son aquellos que desprenden
honestidad, que consiguen captar el particular timbre de la verdad. Los
personajes, las situaciones, los diálogos, la forma en la que se desarrollan
los acontecimientos… obedecen a una lógica, la lógica de la verdad. Nada suena
a hueco o impostado, lo que vemos en la pantalla ocurre así porque es así como
efectivamente se desarrollan en la vida real y no de otra forma. No tenemos la
sensación de que haya un ser superior (es decir, un director o guionista) que
nos manipule con la intención de transmitir un determinado mensaje.
Clasificación: 9
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