Adam McKay es una especie muy curiosa de Hollywood. Después de hacer comedias de lo más tontas durante 10 años (Hermanos por pelotas, Los otros dos, Los amos de la noticia) marcó un gol por la escuadra en 2015 con La gran apuesta. Repartazo y un guión excelente sobre una historia real de las que indigna aún más al espectador contribuyente.
Todo lo que funcionaba en esta película sale perjudicado en El vicio del poder. Se tienen muy pocas certezas sobre Dick Cheney, vicepresidente de George Bush junior, pero McKay no tiene dudas. Ni sobre Cheney ni tampoco sobre todos los de su gabinete. Él conoce la "verdad" y se empeña en que nosotros también la conozcamos. Eso mata la película. No es la primera vez que la administración Bush es representada en el cine como una panda de paletos ambiciosos sin ningún tipo de civismo moral. Así, mientras que en La gran apuesta uno se considera inteligente al entrar en el discurso en El vicio del poder uno se siente bastante imbécil y manipulado.
Lo del monólogo final de Christian Bale es el último subrayado en un guion escrito con mayúsculas e interpretado con maniqueísmo bobo y maniqueo. Sam Rockwell hace lo que le da la gana en su interpretación de Bush (algunas escenas como las del 11S parecen sacadas de una parodia de José Mota). Y Steve Carrell no parece Donald Rumsfeld, sino más bien Arévalo en una película picantona de las que le gustan a Enrique Cerezo.
Evidentemente el discurso gustará a los que, como McKay, piensan que en la política norteamericana hay héroes nacionales (como Lincoln, Obama o Kennedy) e idiotas con despacho en la Casa Blanca (Nixon, Bush o Trump). No es casualidad que El vicio del poder esté nominada a la mejor película junto con Infiltrado en el KKKlan. El vicio de Hollywood por la política unidireccional ni nació ayer ni morirá en los próximos meses.
Calificación: 6
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