Ganadora de 7 premios Cesar (incluidos mejor película, guión y actriz), Seraphine es una película deliciosa, bellísima y profunda en su sencillez narrativa
Séraphine de Senlis fue una señora de la limpieza y pastora que vivió una vida aparentemente anodina. Vivía sola y realizando trabajos de servicio mal renumerados. A comienzos de siglo XX, Séraphine es la mujer de la limpieza de Wilhelm Uhde, un marchante alemán fascinado por los pintores modernos e ingenuos. Una noche Wilhelm descubre un cuadro pintado por Séraphine unos días antes. Fascinado, lo compra e intenta que Séraphine se dedique plenamente a la pintura y sea reconocida en París.
La historia era poco conocida y daba mucho de sí, pero también resultaba muy peligrosa a la hora de acertar con el enfoque. Más teniendo en cuenta que el personaje principal no es una simple artista sino una verdadera visionaria: alguien convencido de que el arte es un don divino (ella dice que fue su ángel de la guarda quién le pidió que empezase a pintar). En concreto, Seraphine pinta cantando y rezando lo que ha aprendido en su trabajo de servicio en un convento. Así se ve por ejemplo en un momento de creación en el que Seraphine pinta mientras canta el Veni Creator. Esta profunda religiosidad choca con el agnosticismo de Wilhelm, homosexual y distante de la religión católica. Sin embargo, como reconoce Martín Provost, el director de la película: “Mi trabajo es ponerme al servicio de los personajes”. Y en este caso no es una frase políticamente correctamente, sino que el espectador tiene la sensación de libertad, de poder moverse dentro de personajes de una sensibilidad extrema que a veces rozan la locura.
La interpretación de Yolande Moreau es realmente prodigiosa, una verdadera mimesis que escapa de los tópicos de interpretación de personajes de este tipo matizándolo y evitando los excesos. Por otro lado la fotografía y el vestuario enriquecen la profundidad de la historia. “Fui muy exigente a la hora de escoger los colores-dice Provost-. Ningún color cálido fuera de los cuadros de Seraphine, ni en los decorados ni en el vestuario. Verdes, azules, negros, nada de blanco”. De esta manera se acentúa la dialéctica entre la crueldad que rodea a Seraphine (maltratada por una sociedad elitista y distante), y la belleza de su intimidad que sólo desvelan sus cuadros.
El tempo de la película es necesariamente lento, con pausas y reflexiones muy justificadas por los temas que está tratando: el origen de la inspiración de una mujer inculta, el don de saber mirar, la relación de un artista con un Creador que trasciende. Pero estas ideas se desarrollan con sencillez, marcando distancia con cierta tendencia intelectualoide y pedante de buena parte del cine francés actual. Resulta así una verdadera delicia contemplar una película tan bella de fondo como de forma.
Calificación: 8
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